Un emprendedor se sentó frente a mí ayer, casi al borde de las lágrimas. Sus potenciales clientes destrozaban su idea en cada validación. Algunos ya usaban la competencia, otros simplemente arreglaban todo con una hoja de Excel.
"¿Debería cerrar?" preguntó con voz entrecortada.
Es un patrón que vemos una y otra vez. Alguien brillante construye una solución elegante, invierte tiempo, dinero y pasión... pero olvida verificar si realmente existe un problema que valga la pena resolver.
Las soluciones son seductoras. Nos enamoramos de ellas. Las pulimos hasta que brillan. Nos sentimos innovadores, disruptivos, visionarios. Pero la innovación sin una necesidad real es solo un ejercicio de vanidad.
Steve Blank lo dice mejor: "Su solución no es mi problema." Los clientes no compran soluciones; contratan productos para resolver problemas específicos en sus vidas. No les importa tu código, tu algoritmo o tu diseño de interfaz. Les importa si pueden terminar su trabajo más rápido, sentirse más seguros o impresionar a sus amigos.
Cuando ves a alguien usando una hoja de cálculo en lugar de tu sofisticada plataforma, no están rechazando tu tecnología. Están diciéndote que su problema no es lo suficientemente doloroso como para cambiar sus hábitos.
Rayamos un diagrama en el tablero. En un lado: todo lo que sabía sobre su producto. En el otro: lo poco que sabía sobre el problema real y el "trabajo a realizar" de sus clientes.
La respuesta no estaba en perfeccionar su solución, sino en retroceder y sumergirse profundamente en el problema.
¿Qué pasaría si, antes de caer en el "Vibe Coding" (ese impulso irresistible de programar rápido porque es satisfactorio) pasaras un mes sumergido en el problema, incluso creando usuarios sintéticos con los que conversar para entender realmente lo que necesitan?
Quizás la próxima gran idea no es una idea en absoluto. Es un problema, profundamente comprendido.