Sheldon Cooper rebota una señal por medio mundo para encender las luces de su apartamento.
Hay un interruptor al lado de la puerta.
Su sistema es técnicamente brillante. Elegante. Sofisticado. Muestra dominio sobre tecnologías complejas.
Conocemos a esa persona.
Tal vez somos esa persona.
Los vemos construyendo prototipos con las nuevas herramientas, conectándolos con automatización, enviando todo a la nube. Tres sistemas brillantes. Cinco integraciones perfectas. Una solución que funciona.
Mientras el archivo local que resolvería todo espera en su escritorio.
Las nuevas herramientas nos dicen que sí a todo. Conectar se vuelve adictivo. Las ideas se convierten en interfaces en minutos. No hay fricción. No hay resistencia que nos obligue a preguntarnos: "¿realmente necesito esto?"
Porque resolver problemas se siente increíble.
Especialmente problemas que nosotros mismos creamos.
Pero aquí está la verdad incómoda: si la solución es demasiado simple, no nos sentimos suficientemente inteligentes.
Si cualquiera puede usar el interruptor, ¿dónde queda nuestro valor? ¿Nuestra identidad?
Es más seguro fallar construyendo algo brillante que triunfar haciendo algo obvio.
Ahí estamos. A las 2 AM. Debuggeando la quinta integración.
No porque el problema lo requiera.
Porque nosotros lo requerimos.
Tal vez el problema no es la complejidad.
Tal vez el problema es que nos enamoramos del laberinto que construimos para sentirnos necesarios.